Podía oler la electricidad en el aire. Literalmente. Desde su otero sobre un pedrusco casi en la cima de aquel cerro miraba hacia abajo. Su cabreada pastaba tranquilamente, ajena a la tragedia que a él, el cabrerillo, se le antojaba inevitable. Las observaba mientas comiscaban las pocas hierbas medio secas que habían sobrevivido al calor estival o mientras se apoyaban con sus patas delanteras en los árboles cercanos para rapizar cualquier brote de hoja que se terciara.
Sí, definitivamente, los árboles y arbustos del término estaban debidamente podados hasta donde sus cabras alcanzaban.
Sonrió sin querer.
Volvió a esnifar el aire, y tuvo miedo. No de la tormenta que se avecinaba, que también un poco, sino de su padrastro. Si volvía a casa sin que las cabras hubieran comido lo suficiente, ya sabía lo que le esperaba. El cinto. La alfalfa y el grano eran «para las hembras paridas, los chivos y las emergencias». Si no volvía, sus cabras se asustarían de los truenos y los relámpagos, empezarían a correr por el monte, y acabaría perdiendo alguna. Tendría que pasarse dos o tres días buscándola o, peor aún, los lobos se darían un festín.
¿Qué diablos consideraría aquel hijo de puta una emergencia?
No podía entender por qué su madre se había casado con ese hombre, que se había quedado viudo después de matar a su mujer a golpes. No inmediatamente. Pero la ti Gesifreda vino a morir de las palizas, lo sabía todo el mundo. A su madre no le tocaba un pelo, que él hubiera visto. Pero a veces la oía llorar. Y una vez que tuvo un brazo mancado dijo que se había caído de la tenada.
La Tai coincó bajito, casi en un susurro. Era una perra valiente, pero oír restallar los relámpagos la ponía a morir. Se aplastaba contra el suelo, metía el rabo entre las patas y miraba a quien estuviera cerca con el ceño fruncido y los ojos aterrorizados. Cualquiera diría que estaba despidiéndose en el último día de su vida.
Le ordenó que reuniera a sus cabras. Cogió un canto del suelo y lo lanzó de forma certera para indicarle el punto por el que debía empezar a trabajar. La Tai salió disparada, parecía que incluso contenta. O, al menos, aliviada.
Al poco del último relámpago, restalló otro trueno. Sordo. Lejano aún. Y sin embargo el aire tenía un color extraño y fascinante. Era amarillo, casi naranja, y olía claramente a electricidad. Aspiró profundamente. Nunca había visto una tormenta como aquella. Le inquietaba muchísimo y le ataba en su roca para disfrutarla. Todo a la vez. Decían que cuando había descargas era bueno estar bajo techo, o meterse entre la lana de un colchón, o al menos estar pisando tablas de madera. Pero nunca quedarse como un poste, en campo abierto.
Pensó qué pasaría si de repente un rayo le atravesara.
No entendía que su madre se hubiera casado, por pobre que fuera. Tal vez ella pensaría que era una forma de protegerle, de ocultarle que no tenía padre. Pero no había secretos por mucho tiempo allí donde todos se conocían. Él sabía hacía años que era hijo de soltera. Desde que la ti Sinda, la rica del pueblo, le preguntó por la zorra de su madre, así, sin venir a cuento. A él le caía bien su hijo, Gumer, un tipo como de 30 años que había estado preguntándole al maestro qué tal el rapaz de Berna, su madre, que había empezado en la escuela aquel año.
En aquel momento no había comprendido el porqué del interés de aquel hombre, que no era de su familia ni nada. Pero ahora ya tenía 12 años. Y no era tan ignorante.
Buscó un canto lo más plano posible, no muy grande, y lo lanzó allá donde la Tai debía seguir reuniendo la cabreada.
No caía ni una gota y no tenía pinta de empezar a hacerlo. No hacía frío. Solo un poco de viento cálido y un aire cargado, casi rojo, con un fuerte olor a electricidad. Cada vez estaba más oscuro, aunque debía de ser pronto.
Con sus cabras reunidas y casi a salvo, emprendió el camino de vuelta a casa. Si no fuera por ellas, y por su madre, se hubiera quedado a gusto en el monte, bien derecho en la peña más alta del cerro, a esperar la tormenta.