Acabo de ver, gracias a una de mis alumnas, un vídeo que me ha recordado cuál fue la primera reflexión seria que hice en mi vida sobre el concepto de comunicación. La primera y, hasta que no se demuestre lo contrario, la más acertada. Mi conclusión en aquel entonces, en algún momento entre los 16 y los 18 años, fue que la verdadera comunicación, la más pura, es la que se produce sin códigos de por medio. Y el contacto físico es una de esas formas.
Ocurrió en aquellos años de 3º de BUP o COU, no me acuerdo del momento exacto. Yo estrenaba instituto nuevo. Era uno tan recientemente mixto que en los 5 grupos de 3º -unos 200 alumnos- había 3 chicos en total. En aquel instituto éramos, entre todo 3º (los 200), 12 personas con la elección de ética. El resto eran de religión, en contraste con el lugar en el que yo había hecho 1º y 2º, en el que andábamos mitad por mitad, más o menos. Así que el profesor de filosofía, ese Maestro que a algunos privilegiados nos toca en suerte una vez en la vida, para las clases de ética nos sentaba en torno a la gran mesa del seminario y nos ponía a hablar.
Aparentemente. Porque lo que en realidad hacía era enseñarnos a pensar. A sacar el bisturí hasta diseccionar una idea en todos sus posibles cachitos y, a partir de ahí, volver a recomponerla. A menudo resultaba que nos sobraban piezas del coche, tornillos o muelles que no sabíamos por qué habían estado ahí tanto tiempo y dónde encajarlos con lógica. Y a veces el coche funcionaba sin ellos; y a veces no.
Él (en atención a que en Internet es imposible encontrar nada sobre él salvo un nombramiento en el BOE, no desvelaré su nombre) tenía un método infalible. Planteaba una pregunta. Tratábamos de contestar y, a medida que respondíamos, introducía cuestiones que nos obligaban a profundizar en el enigma. Rodearlo poco a poco. Ir mordiendo aristas. Eliminar lo superfluo… Y, al fin, ante nosotros, la escultura. A veces, nueva y recién nacida, como una criatura que sale de su capullo aún resbalosa y con restos de pieles, líquidos y membranas. Otras veces, una mole de roca hecha añicos, con pocas posibilidades de reconstrucción, al menos de momento.
El enigma, en aquella clase, era ‘comunicación’. ¿Qué es comunicación?, era la pregunta. Y allá nos lanzamos, los doce, a dar posibles respuestas.
-Es cuando dos personas hablan entre sí
–¿Y si se escriben?
-Pues cuando dos personas se intercambian mensajes con palabras
–¿Y si una habla español y otra inglés y cada uno no sabe el idioma del otro?
-Pues cuando dos personas intercambian mensajes con un lenguaje común
–¿Y si usan señales de humo?
-Pues cuando dos personas intercambian mensajes con un código común
–¿Y si son más personas?
-Pues cuando…
–¿Y si le das una orden a tu perro?
-Pues cuando…
–¿Y si le das una orden a un niño con solo mirarle?
-«Pues…»
Y cuando al fin parecía que llegábamos a una definición aceptable, él soltó con su voz suave y grave: «Y, entonces, ¿no nay comunicación entre dos personas que contemplan juntas, y en silencio, una puesta de sol?«. Como siempre en la pregunta final, sus ojos saltones le bailaban en las cuencas, brillantes por la emoción del proceso; risueños ante la inminencia de la posible (o no) resolución del enigma; satisfechos ante la evidencia de que habíamos logrado, cogidos de su mano, algo parecido a pensar.

Y se hizo eso: el silencio. Porque todas las definiciones que habíamos intentado implicaban el uso de un código. Aunque fuese la interpretación de lo que significan ciertas miradas, lo que supone, al menos, contacto visual. Pero planteado así, dos personas viendo individualmente algo, sin mirarse, sin hablar… compartiendo únicamente un sentimiento.
Allí estaba la esencia de la comunicación.
-Al final, comunicación no es otra cosa que entenderse – afirmó él, a punto ya de sonar el timbre.
-Eso fue Babel – pensé yo entonces-. Un profundo desentendimiento a pesar de que tenían montonres de idiomas. Precisamente, porque tenían montones de idiomas.
Por entonces yo acariciaba la idea de estudiar Periodismo, y ni por lo más remoto me imaginaba hasta qué punto iba a pensar en esa definición de comunicación de aquella clase de ética incluso 25 años después. Y mucho menos que al ver dos gemelos cogidos de la mano, nada más nacer, pensaría en el vídeo como un ejemplo que también podíamos haber visto en aquella clase.
Gracias por acompañarme tantos años, Maestro.